El hombre en la montaña
La montaña está fría. Está sola. Está seca.
Está llena de piedras y helechos que solo opacan su belleza, porque no son
vivos, no son los que indican que hay una altura elevada. No son los helechos
que solían ser sus compañeros. También se secaron y marchitaron. Pero están.
Está todo en su lugar: el mismo camino, el mismo recorrido. El mismo inicio y
el indudable único fin del trayecto.
En la montaña hay un hombre, por suerte hay
algo de vida. Está a solas en lo alto de la ciudad. Y recuerda. Está pensando
en todo lo que ocurrió unos segundos atrás. Recordó el amor, el que tanto amó.
El que lo acompañó y en el cual se refugió, pero al igual que esos helechos, ese
amor ya no brilla más. Quizá por falta de riego o una mala vibra en el suelo, o
por lo que sea que el destino incierto haya puesto en aquel terreno.
Están las luces de la ciudad todas
encendidas, el cielo ya no es azul cielo sino azul oscuro. No hay una estrella,
solo hay nubes, grandes y rebosantes nubes cubriendo el firmamento. El hombre
está en el suelo y espera a que se despeje un poco para encontrar algo de
consuelo. La vista calma el encierro que sienten sus sentimientos dentro de su
cuerpo. Está triste, solo, sin amor, sin cielo. Sin nada que lo haga contento.
Se pierde, se pierde a lo lejos de esa gran vista en lo alto de una piedra
caliza. Recuerda una vez más, pero esta vez una lagrima brota. Sale de su
pecho. De su anhelo de no haberlo hecho.
El hombre, en la montaña, con su mirada fija
en el suelo, ahora, habla con su yelmo. Tiene la cara cubierta por un casco en
acero que le cubre todo el dolor que lleva dentro. Se pregunta ¿por qué debe sentir
eso ahí en el centro de su templo? ¿Por qué su alma padece la peor pena que el
hombre conoce a lo largo de su estadía por la vida? Y se calma, solloza. Mira
una vez más arriba y aun no encuentra nada. ¿Qué busca? esperanza, tal vez, eso
dice que buscan todos, y puede que así sea. Sin embargo, se cuestiona,
interioriza palabras que fueron dichas sin premeditar. Se arrepiente. Se aprieta
la mano, golpea sus piernas. Mira desesperado otra vez al cielo y nada, aun no
hay nada. Otra lagrima rodea su mejilla izquierda y esta vez es acompañada por
un rió de otras de esas.
Un segundo. Otro. Una hora. Otra. El tiempo
pasa y él no se detiene, no regresa ni se adelanta. Es y simplemente es y lo
que fue no dejará de ser y lo que no ha pasado aun no es. Las acciones son las
que determinan lo que el tiempo será. Lo que todo será, fue o es. -Una mala decisión-,
pensó. Un error que no enmendó y que cometió repetidas veces hasta quedarse sin
estrellas ni vegetación. Sin compañía y por más que lo ruegue: sin amor.
Una mano se posa en su hombro, creía estar solo.
Se emociona, se le ve en los ojos. Hay un brillo intenso como el azul oscuro de
aquel cielo. Aprieta los labios y se dirige a voltear y ver si aún hay
esperanza. No puede evitar sonreír y sentir que se ha salvado por indefinida
vez. Posa un pie a su lado y voltea su torso. Endereza el cuerpo y lo último
que da vuelta es su cabeza. Sus ojos están sellados, con miedo, con exaltación.
Espera que sea ella. El viento sopla fuerte en ese momento, el cielo se despeja
de golpe y empieza a sentirse el sereno. No sale ninguna estrella, pero se ve
claramente el resto de aquel inmenso mar índigo bello. Aquel hombre, con el
puño apretado tan fuerte que destruye cada uno de sus dedos, abre los ojos y he
ahí su premio: era solo un sueño.
La montaña era su alcoba y la piedra su cama.
Su tristeza era el anticipo a lo que pasaría y que por decisión propia de su espíritu
egocéntrico efectuó tal cual en esa visión que tuvo y que lo dejó perplejo. No
pensó, no reflexionó. El mismo error que cometió una y otra vez en un universo
alterno proveniente de la vigilia en una noche de enero, le destruyó lo que con
esfuerzo y dedicación había construido: un amor verdadero.
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