La tarde
Era un bella tarde soleada y el futuro del escritor aún era incierto. Tan incierto como si aquel sol solo fuese un regalo de la tormenta que se desataría después. O si las nubes no se tornarian grises justo como los sueños de aquel viejo hombre que en sus ratos libres escribía y en sus tiempos ocupados dormía. Ese hombre era anciano por dentro pero joven en su exterior. Llevaba el cabello largo y los ojos chatos como si su pluma de hubiese quedado sin tinta y él sin oficio. Triste y sin dinero para un corte de cabello. No estaba solo, junto con el se encontraban diferentes almas que sí apreciaban la libertad otorgada. Niños, ancianos, perros [...] La silla era la primera de una serie de mesones en cemento y allí estaba, sin gorra ni sombrero. Ni pluma ni esfero. Solo, sentado en el andén justo al lado del miedo. ¿Qué temía aquel joven pero viejo que a las 3:00 de una bella tarde estaba desolado y sin remedio? Ni el mismo pudo ni puede saberlo. Le perseguían muchos fantasmas del pasado que se unieron para atormentarlo sea en verano o sea en invierno pero allí estaban hasta verlo metido en ese hueco. Ese en el que todos se estancan en algún periquite, tan absurdo y sin sentido que nos hace temerle.
El joven de cabello largo se le llama viejo por su alma. Hace mucho la dejó olvidada y ha sufrido como si de un infierno se tratara. Pero no son más que palabrerías y malos ratos porque ese viejo escritor sabe qué hace daño. Por eso se sienta en el borde del andén, encima del cemento aplastando su miedo hasta que una letra brote de su emisferio. Cuando aquel verso surja de entre allá de eso que está lejos en el alma de aquel viejo, entonces ahí ya no será más incierto.
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