Baile por comida


Año 2016. Ciclopaseo cachaco, 12:30 pm.

Era la hora del almuerzo, mi clase y yo estábamos reportando cómo avanzaba el evento por las calles del centro de Bogotá. En una turba festiva y colorida se podían ver bebés, niños, hombres y mujeres de todas las edades; familias, parejas y hasta animales en las canastas de las bicicletas.

El ciclopaseo cachaco es una iniciativa ciudadana que nació en 2011 con el fin de homenajear a la ciudad en el mes de su cumpleaños. Fue ideada por jóvenes amantes del ciclismo en el cuál su objetivo -aparte de celebrar el cumpleaños de la capital- era demostrar que no se necesita un atuendo enteramente deportivo para montar en bicicleta, a su vez, recrear - con atuendos y objetos- la época de los años 30 y 40. La antigua Bogotá. El mes de agosto— un mes ya próximo a llegar— es la fecha en la que muchos salen a lucir sus trajes antiguos, pasar un rato agradable, recorrer Bogotá y tomar muchas fotografías: lo que hacíamos en ese momento junto con mi clase.

A la espera de que las autoridades y los organizadores del evento dieran paso para arrancar el recorrido, en la carrera séptima con Av. Jiménez, y que terminaba en la Plaza de Bolívar, mis ojos y mi cámara se toparon con muchos rostros: el primero de ellos era un señor con traje blanco, alto y gordo, calvo y un poco viejo. Iba por ahí pidiéndole a todo mundo o todo mundo pidiéndole a él, que le firmara su atuendo. Mi amiga, mi fiel amiga y compañera de vida, le estaba firmando el trasero, yo -después de tomarle una foto en la que sonreía macabra pero felizmente-, le firmé la nalga izquierda. No sé cuál era la finalidad de aquel hombre con esa dinámica pero, si sabía que cada vez que hiciera eso se  iría con un recuerdo muy grato para su hogar. El Zidane de traje blanco y nalgas firmes caminaba con un marcador en la mano y en su cara una sonrisa. Así deberíamos andar todos por el mundo: marcando con alegría y siendo marcados y contagiados con sonrisas. Llegaron a mi lado izquierdo dos niños de aproximadamente seis o siete años, eran hermanos, uno de ellos era rubio de ojos verdes y el otro castaño de ojos marrón. El parecido era impersivible, casi como ver una rosa y un clavel: sí, son flores pero, sin ningún parecido alguno. Ellos eran hermanos. Su papá, un hombre robusto e increíblemente atractivo, iba con su esposa en una cicla doble con un triciclo a cada lado. Los niños jalaron de mi blusa y me pidieron una foto. El pequeño rubio no sonreía, solo mostraba sus cuencas profundas con dos esmeraldas en ellas. Las lucía, ¡vaya que lo hacía!. En cambio el Chayanne en miniatura —muy simpático el niño de los ojos marrón—, abrió su boca de esquina a esquina y esbozó una sonrisa inmensa, radiante, blanca y muy contagiosa. Sonreí, les tomé la fotografía y aquel pequeño "destellos de alegría" me dió un beso en la mejilla y se fue junto con su hermanito. 

En la entrada de la iglesia se encontraba una pareja de no más de 26 años: una hermosa joven de tez blanca y cabello negro con labios rojos y un bonito vestido de flores. Llevaba un atado en la cabeza y zapatos de charol. Su Romeo vestía un traje azul opaco con camisa blanca, corbatín marrón y tirantes. Zapatos de punta y una bonita bobina café. Tenía un bigote interesante. Ambos en sus manos sostenían una cicla idéntica: con canasta café, pero la de la chica llevaba unas flores. Estaban allí no sé si por amor o por ser parte de un gran estudio de fotos. Eran una pareja a la que todos los que pasaban los fotografiaban, inlcluso el día de la entrega de fotos de mi clase muchos mostraron a los fiel enamorados. Yo no, no vi en ellos más allá que un beso en la multitud. Uno de muchos que se dieron y se darán. 

No sé porqué nos gusta fantasear o admirar lo ajeno en vez de construir algo propio. Amar fuerte y besar suave. Mirar los ojos de otra persona y sonreírle hasta que baje la mirada con una sonrisa cómplice y después besarla. Podríamos intentarlo en algún momento si dejamos de proteger el corazón como si fuera una perla intocable. Es obvio que a más de uno nos han roto la coraza y han hecho de nuestros sentimientos una historia de llanto y tristeza pero, de eso se trata, de vivir momentos y sentir la vida. Lastimosamente -diría yo- el ser humano funciona así: la tristeza nos hace sentir vivos. Es hora de cambiar y amar, sonreír, vivir...alegrarle la vida al transeúnte que cruza nuestro camino y ya llegará el día en que nos acompañen por la calle en nuestro andar. Si por ahora no ha llegado no queda más que seguir repartiendo sonrisas.

 El siguiente fue un chico con una ruana y una bobina gris, muy simpático. Tez blanca, pecas por doquier, labios rosa y ojos negros. Bastante atractivo. Tenía los pantalones remangados y estaban rotos. Sus zapatos eran unas alpargatas sucias y llevaba un morral de hilos ya descosido. Me acerqué y le pedí una foto, me pareció curioso ver -entre tanta gente- a un joven compartiendo su almuerzo con un vendedor ambulante. Eso no se ve muy a menudo. Me dijo que era artista y que si por favor le podía escribir a Facebook para tomarle más fotos:

-Nunca me habían tomado una foto y se siente bien, esas cosas...esos aparatos funcionan muy chévere. La última cámara que vi fue la de mi abuelo, un vejestorio de la época que hoy representamos.- Se fue porque tenía que recoger a su hermana en la pieza donde la dejaba mientras disfrutaba un rato del evento.

El momento por el cual están leyendo esto es en el que un viejo, maloliente y un poco charlatán, interrumpió una toma que le hacía a una hermosa mujer —que mujer tan linda, parecía modelo—estaba a lo lejos y me era difícil enfocarla. Cuando ya la tenía en objetivo y me disponía a disparar, salta un hombre de la nada y se pone a bailar justo en frente mío: bailaba salsa, merengue y después Freestyle (estilo libre). Fue algo que nunca olvidaré:

-Mona, tiene que me regale para algo de almorzar, vea que ya son casi la una de la tarde y no he comido nada. Le bailo todo lo que quiera pero si me promete un pan.- Fue lo que salió de la boca de un indigente con más vida y alegría que —me atrevería a decir— muchos de nosotros:

- Hágale pues, baile ahí una salsa despacito y lo invito a comer algo.- Le contesté

De repente se puso a bailar, saltar,  reír y gritar como todo un loco, o no, no lo cataloguemos con una enfermedad mental, eso no está bien. Se puso a gozar que recibiría comida. Disfrutaba esa sonrisa que yo le había regalado.

No me dijo su nombre nunca pero, hubo un  momento en el que le pregunté porqué sonreía tanto, qué lo hacía tan feliz. Su reacción fue inesperable, se paró en frente mío que tenía la cámara en posición para tomarle una fotografía, me miró y de un golpe quitó la sonrisa que le dejaba ver los cuatro únicos dientes. Me dijo algo que jamás se me va a olvidar y que cambió en mí una parte de la perspectiva de la vida:

- ¿Usted es feliz?, y no me responda con una sonrisa porque esa no es la respuesta. Yo sonrío y me estoy muriendo de hambre, de frío, de cansancio. La vida me tiene agotado y no me ha tratado nada bien pero, aún así sonrío. ¿Cree que solo porque sonrío soy feliz? Yo sonrío mucho porque es lo único bonito que tengo en mi vida. Sin familia, sin amigos, sin hogar y hasta sin dientes. Lo único que me queda es la belleza, el consuelo y la esperanza que ofrece una sonrisa.-

Cuando sonreímos, sencillamente con solo hacer esa mueca en la que usamos muchos de nuestros músculos, se inicia un proceso bioquímico en el cerebro que combina al menos siete hormonas: la oxitocina, dopamina, serotonina, endorfina y prolactina. Cuando todas estas hormonas de combinan, dan un sentimiento de bienestar. Cuando no nos queda otra opción, en los peores momentos, una sonrisa puede salvar nuestro camino, nuestro día, y asimismo, salvar el de alguien más. La sonrisa tiene un poder más grande que inclusive el monetario, es un arma que en vez de hacer daño; repara y sana. Me atrevería a decir que es lo único de poder físico que hay en el ser humano: ni manos, ni piernas, espaldas o cabezas. La sonrisa. Ese pequeño gesto ocupa unos  450 músculos, ¡qué buen ejercicio! ¿no creen?.

Después de que le diera diez mil pesos para algo de comer y le comprara un pan con café en leche, se marchó y se fue con un pequeño brillo en los ojos. El brillo de felicidad - así fuese poca- que en ese momento sentía. Sin más, el hombre que bailaba por comida, me acababa de regalar  la enseñanza más grande de aquel día. Desde ese momento no dejo que nada ni nadie pueda tumbar lo más bonito que tiene un ser humano. Es en lo único que nos deberíamos fijar. Ni cola, ni senos, músculos o abdómenes planos. Vale más que tenga una sonrisa grande y maravillosa capaz de conquistar la suya y la de todos.

¿Ya probaron con sonreír hoy?


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